noviembre 30, 2006

Correr...

Correr Correr sin destino Correr sin rumbo Evitando las paradas correr correr CORRER correr hasta salir huir, escapar, esconderme de los márgenes del M U N D O.

noviembre 12, 2006

Zen o no Zen

Jugando al solitario a las 3 de la mañana, con un Chris Cornell diciendo que no puede cambiar, y dándole una nueva vuelta a todo lo que hoy surgió en la charla, me pongo a pensar en lo difícil que resulta el volver a creer, y pongo el énfasis en el "volver", que implica haber creído antes.

¿Cómo se recontruye sobre los escombros del pasado? ¿cómo hacer de la nueva construcción algo sólido y sano? ¿cómo saber si es posible re-creer, re-encontrarse y re-comenzar? Aunque parezcan preguntas de libro de autoayuda, son interrogantes que todos tenemos alguna vez.

Y me vienen a la mente muchas cosas, situaciones de la vida misma, de la historia incluso, y surge en mí la misma respuesta que hoy le di a aquel hombre de guitarra en mano: No se trata de olvidar, de hacer como si nada hubiera ocurrido, es así como el mundo se ha resentido en el odio infinito de no saldar sus daños. No se puede esconder la mugre bajo la alfombra, porque tarde o temprano se va a notar, tarde o temprano estalla...

Es fácil decirlo, pero en el acto... ¿cómo se hace? Para mí es un proceso en conjunto, pero la confianza es tan sensible... ¿cómo mirar desde lejos a la mujer que amas sin odiarla un poco por todo el daño causado? El perdón es posible, luego de mucho, ¿pero el olvido? ¿y es sano?

A veces pareciera que sí, a veces pensamos que sería mejor la vida si pudiéramos borrar las cosas como si no hubieran sucedido, sin embargo ese tan inhóspito e indeseado inconciente nos trae a colación todo lo que tan arduamente intentamos ocultar. Después de todo, puede que no sea la mejor forma de seguir, quizá es solo la menos evolutiva, la que más intentamos y la que menos resulta.

Creer, creer en algo, en alguien, en uno mismo, ese es el cuento. Creer en otro implica de cierto modo creer en uno mismo un poco, sentir que se puede renacer de las cenizas siendo concientes de las cosas que ocurren, tranformando el pasado en vez de aborrecer eternamente al fantasma de viejas conductas y vivir con el miedo de recaer en ellas.

¿Pero cómo dejarlo todo, cómo recomenzar, si es tan humano el odio y tan indecible la culpa? ¿Se puede ser tan Zen y lograr librarse de lo mundano de nuestro ser? Y nace una nueva pregunta (a esta altura son pocas las respuestas)

En este mundo tan humano en el que vivimos, tan irracional, tan viceral (ya poca convicción queda sobre la racionalidad del hombre, me disculpará Monsieur Descartes) surge la duda, la confusión y el caos. Porque creer en alguien o en algo no implica necesariamente una pertenencia, sin embargo nos aferramos con uñas y dientes a eso que esperamos, nos mantenga a flote. Nace el apego, el sentimiento de posesión, se confunde lo "mutuo" con lo "mío", y se cae en absolutismos, en relaciones enfermas, en paranoias, en violencia, en odio nuevamente.

Tiendo a pensar que es tan humana como el odio y el apego esa capacidad, más que de racionalizar (no pasa tanto por la razón), de integrar a la vida los restos procesados del ayer, algo así como reciclar las experiencias, pero en el acto me vuelvo tan enajenada como cualquiera y olvido el optimismo positivista de mis ideas, pienso luego con el hígado y me torno vil, retrocedo y mando al cuerno todo.

Dudo, dudo sobre las posibilidades reales en el mundo en el que muero, dudo incluso de su realidad. Surge nuevamente la desconfianza, el mundo nos corrompe, nos contamina y retornamos al final de la cadena, a sumergirse nuevamente en las incertezas, en los miedos, en los olvidos.

¿Se puede vivir, entonces, comprendiendo que ni siquiera esa vida que sentimos tan propia nos pertenece? ¿podemos entablar relaciones sin "apoderarnos" del otro? ¿creer sin esperar que aquello en lo que creemos sea nuestro? ¿se puede ser Zen en esta vorágine?

noviembre 04, 2006

Este cuento aún no tiene título

En medio del desastre me detengo un instante, retomo ciertas letras dormidas entre los escombros de tiempos distintos (ni mejores ni peores, solo distintos) y reordeno la vida, paso lista, recuerdo y analizo (analizar significa fragmentar para comprender y reconstruir) Reviso notas viejas para nutrir de cambios las páginas nuevas, con más anhelos que espectativas (total, las espectativas fallan y los anhelos nos mantienen vivos, o al menos cerca de encontrar la vida) En esos ejercicios encontré un texto, viejo, quizá no tanto, escrito en hojas de cuaderno con tinta verde, y decidí transcribirlo... razones: ninguna, no tiene por qué haberlas. Soliamos sentarnos en la arena fría o en las bancas viejas y desvencijadas, o simplemente en un escalón de concreto a charlar por horas. Compartíamos algo de comer, generalmente galletas que yo siempre llevaba en el bolso, o podíamos solo quedarnos bien juntos mirando el cielo y los barcos, con los rostros fríos por el viento y las manos entrelazadas. Tú me hablabas de Borges y de Nietzsche, de Platón y de Heidegger, mientras yo pensaba en las estrellas y en los cientos de naufragios que dormían en la costa que bañaba nuestros encuentros, en la eternidad, eso que llamabas retorno. Y es que jamás fue amor lo que unía a Azucena y Pascual, sino las circunstancias o aquel sueño en que él la veía entre trigo y girasoles, vestida de blanco, descalza, con sus enormes ojos verdes, sonriendo. Sueño que guardó por años antes de conocerla cerca del mar, aquel verano insondable. No era amor lo que los llevaba a encontrarse todos los días en aquella pequeña playa para hablar y comer galletas, mirar abrazados el mar y contar estrellas fugaces, pero algo misterioso fusionaba sus almas, más allá de los compromisos, bastante débiles e inestables con la vida, de Pascual y la rotunda soledad de Azucena. Una fuerza extraña los mecía como las olas al barco que soñaban para fugarse juntos del mundo. Quizá eran las ansias compartidas, tal vez solo la ilusión de volver, luego de una temporada fuera del tiempo, al mismo lugar. Yo no te amaba, tú tampoco a mí, quizá por eso no podíamos separarnos. Se hizo nuetra costubre caminar largas horas en la noche, cuando ya no había taxis, cuando no había ni siquiera vagabundos ni perros callejeros, tomados de la mano para manterner el mismo ritmo hasta tu casa. Yo cocinaba algo rápido mientras tú ordenabas la habitación, tal vez solo buscabas ese disco que nos gustaba oír mientras nos besábamos, quitándonos la ropa ante la mirada furtiva de aquel fantasma que gustaba de oír a Mozart los sábados a media tarde. No recuerdo cómo nos conocimos, supongo que en el mar, o en el campo entre trigo y girasoles, da igual. Tampoco sé cómo llegamos a ser lo que fuimos, no importa. Lo único que recuerdo es el barco, un par de estrellas fugaces, el frío de las tres de la madrugada, los cuentos de Borges y las mañanas en que preparabas el desayuno mientras me hacía la dormida por un rato, solo para que me llevaras el café a la cama, y las tostadas francesas... y ese disco de Edith Piaf, mi favorito, la lluvia en tu ventana y mi felicidad completa, no porque fueras tú, ni siquiera por dormir contigo, solo porque amaba la lluvia en tu ventana y ese disco de Edith Piaf y las tostadas francesas y el café fresco en la cama. Recuerdo que una tarde dijiste que el mar reconocía nuestros rostros al mirarlo. Intenté imaginar la cantidad de rostros, las innumerables miradas que guarda la memoria del mar. Alegres, tristes, nostálgicos, desesperados, iracundos, completos, vacíos, olvidados... y entendí que el mar era ese tiempo del que me hablabas por las tardes, antes de regresar a tu casa a ese rito, tan humano, de dormir con alguien. Entendí que lo que nos unía no eran las noches en las que un fantasma boyerista que oía a Mozart nos espiaba, mientras, sudorosos y despreocupados, nos entrgábamos al placer sensorial de las manos y las lenguas, tampoco los desayunos en la cama, ni siquiera Borges, ni los barcos, ni las estrellas fugaces, ni el trigo, sino la conjugación mística y perfecta del mar y nuestras retinas, ese universo distinto, acuoso, de tus ojos y de los míos. El retorno de las miradas en cada ola, el reflejo de los rostros proyectados en el tiempo, el enlace indivisible entre el mar y la Luna, entre el cielo y la tierra. No se necesitaba más. Fue una tarde cualquiera, perdida entre las nubes de un septiembre ventoso, en aquella pequeña playa de segundos infinitos, donde los barcos esperaban el anhelo de los amantes y las estrellas se lanzaban al abismo del mar para convertirse en peces de luz, fue en ese lugar donde sus manos, tantas veces entrelazadas en las desvencijadas bancas, se separaron, y sus pupilas dejaron de ser las mismas que las olas dibujaron. La mujer de trigo y girasoles caminó lentamente, descalza y sin huellas, y se alejó en el danzar de las flores secas por el sol de primavera, volando. De él, no se supo nada. Se piensa que al precipitarse a la cotidianidad se volvió roca, en un intento desesperado por alcanzar aquel barco eterno que tanto buscó, y como viejo conjuro, fue olvidado. Hoy solo queda como testimonio aquella pequeña playa, las bancas viejas y desvencijadas, las estrellas y el viento, a veces uno que otro barco fantasma y el mar... esperando el retorno de sus ojos favoritos.