septiembre 11, 2006

Sin sorpresas

"Y de su cuerpo manaba sangre y agua
de un púrpura brillante, densa como
el silencio inacabable es sus pupilas
vacías de sueños y esperanzas".

Cerró la puerta de golpe, no pensaba regresar. En sus bolsillos descosidos por el uso escondía sus manos azulosas de frío, y en su mirada de intenso gris, el reflejo del fatum. Caminaba de prisa, sin mirar atrás, sin ver lo que pisaba ni el paisaje alrededor. En la mano derecha, dentro del abrigo, apretaba un boleto de autobús, en la mente revolvía pensamientos inconexos y descabellados.

Los minutos colgaban de los faroles en las calles asfaltadas, caían a un ritmo constante con ese mutismo de tiempo ajeno, pero no lo notaba, seguía su viaje hacia un destino incierto. Su gélido rostro se alejaba cada vez más del color y del mundo, extraviado en la inagotable soledad de su partida.

Cada cierto rato sus ojos se depositaban en algún sitio sin darle mayor importancia, sin nostalgia, sin despedida. Sus pasos eran firmes pero no excentos de ese aire de final, esa brisa extraña, un tanto amarga, que nos envuelve cuando sabemos que no hay retorno. Y no lo había.

Las sombras comenzaron a escurrirse entre los árboles y los fantasmas de noches vividas doblaban las esquinas al encontrarle, los primeros reflejos de la Luna le iluminaron el oscuro cabello, recortando una silueta alargada en el pavimento... No tenía miedo, sabía hace tiempo que el día llegaría, cruzó una angosta calle y apretó aún más el boleto dentro de su abrigo. Esa sería la última vez que aquel aire le rozara. El fin había llegado.

septiembre 10, 2006

El libro.

Érase una vez un libro perdido en la inmensidad del mundo. Cayó de algún bolsillo de un aficionado, o tal vez del brazo de un estudiante soñador, fue lanzado al vacío por un indolente, depositado como ofrenda de algún filósofo víctima de una crisis de sentido, tal vez fue él quien se lanzó al abismo tratando de redimir su alma de papel. Nadie lo recuerda. Los testigos, si es que los hubo, no le dieron mayor importancia al sacrificio, qué más da un libro roñoso y un poco amarillento. Permaneció largo tiempo ahí, entre los adoquines del abandono, observando la enormidad a su alrededor, sin poder creer que había tanto espacio fuera de su ensoñado mundo de páginas derramadas. Pensó, por un momento, que su universo era demasiado pequeño y quiso perderse en el infinito, alejarse de su vida de celulosa procesada y ver el mundo desconocido que habitaba fuera de su forro de cuero raído. Y así emprendió el viaje... Pasó de mano en mano, muchos encontraron en sus letras las respuestas a sus interrogantes, otros se fascinaron y hasta enloquecieron por sus palabras, recorrió ciudades completas, se relacionó con gente buena y mala, vivió en los suburbios, fue amigo del demonio y un venerado dios le hizo su acompañante, fue celebrado un día para él y tuvo reconocimiento en muchos lugares donde iba. Sin embargo el mundo se le hizo vacío y grisáceo, la gente hipócrita y alienada, desprovista de alma y espectativas. Su sueño de un mundo más grande se fue trizando con el tiempo, como las hojas que formabas su cuerpo. La gente ya no se maravillaba con él, nadie lo leía, todos parecían preocupados por otras cosas, por una caja con imágenes en movimiento o algo así. Parecía inverosímil, el mundo era tan hostil y ajeno... Extrañó el mundo de tinta en sus páginas de ámbar, tan familiar, tan íntimo, tan propio. Ya no quiso ser otro autómata de aquel universo misterioso que le había olvidado con tanta facilidad, se cansó de la vida decadente y se abandonó en un escaño de cualquier parte... Fue ahí donde lo encontré... (Solo con el transcurso de los silencios descubrimos que el mundo más inconmesurable es el que está dentro de nosotros)

septiembre 01, 2006

Pena de bandoneón

La vida te hace esconder la cara tras las manos muchas veces. Se hacen incomprensibles los actos, los olvidos, los silencios, las palabras, las miradas, las ausencias... y ese color en el aire que lo hace difícil de respirar, denso, con la espesura de las inminentes penas. Yo no entiendo mucho de casi nada, pero intento hacerlo lo mejor posible cuando al ver la infinita belleza en un punto de la nada me emociono y creo, por un momento, en el milagro divino de la trasendencia del ser, refrescar el alma con las gotas de lluvia y el saxofón de un negro olvidado en la esquina lejana del tiempo, pero el cansancio me supera y luego necesito correr hasta el punto más desconocido de la eternidad y ocultarme, deseosa de descansar, de vaciar la mente de tanto silencio que la abruma y caminar descalza por el cielo. Trato de no estallar en mil pedazos cuando descubro el velo de la mentira sobre el inocente y el abandono sobre el débil, de veras que intento comprender y vivir en el mundo, pero me resulta tan inexplicable la existencia de esos siniestros personajes que se aprovechan de la buena voluntad ajena y reniegan de sus propias entrañas. La carga del pathos propio y ajeno, la lluvia fría y el triste ánimo de los dioses configuran la sinfonía del ocaso. La puesta en crisis del sentido. Ya no seguiré escribiendo por hoy... quizá mañana...