octubre 16, 2006

Silencio

Cerré la puerta y corrí, como hace mucho no lo hacía. En las calles, sombras, tenebrosas, me miraban, quizá incluso me seguían a ratos; en la mente, mares turbulentos, tormentas eléctricas de mielina; en los ojos, flashes de oscuridad total, puertas borrosas y esa tenue luz amarilla que se precipita sobre los techos y desdibuja los rostros de los desconocidos... Todos se parecen a ti después de todo. Los acordes sonaban a todo lo que da el volúmen y pueden resistir los tímpanos, quizá más aún... No veía nada, esos sonidos lo llenaban todo, debían llenarlo todo. Y seguía corriendo por una calle casi vacía, nublada, borrosa, oscura, tantas veces tuya... El miedo me perseguía, casi tan de cerca como los perros callejeros que no gustan de los tristes ni de los solos, tampoco de los borrachos, me pisaba los talones y se burlaba, entre dientes, profiriendo infinitos y desquiciados alaridos. Yo me refugiaba en el calor de los esponjosos audífonos para no morir, y corría, a todo lo que daban las piernas. Al pasar frente a la reja de tu ausencia me propuse seguir de largo, no mirar, no esperar, no gritarte en las manos. Pero miré, esperé, quise, pero no pude gritarte. La pila se agotó frente a esa nada reconocible y cayó sobre el frío tu silencio y el mío, la música ya no sonaba, ya no me cobijaba, ya no me sostenía. Y caí, entre el asfalto y la maleza que crece entre la humedad de las aceras, profundo, inexorable, inevitable. Ahora debía oír mis pasos en el cemento y los rumores nocturnos, el delirio de mis dedos azules y el murmullo de mi sangre agolpándose en las sienes, pero seguí corriendo hasta sentir calma, o por lo menos hasta la resignación de mis piernas y el cansancio de mis pupilas. Desperté con llagas en los pies y destierros en las manos.

octubre 10, 2006

El primer día...

El primer día se levantó atrasada, no había recordado que debía cambiar la hora del despertador, no había recordado que hoy comenzaba todo. Despertó de improviso, como si su espíritu (o una simple ave matutina, que viene a ser casi lo mismo) le invitara a quitarse la modorra y salir a descubrir el mundo allá afuera. Había dormido mal, le costó concebir el sueño, se daba vueltas en la cama con la mente en mil lugares distintos y con el alma vagando bajo el frío de las 4 de la madrugada, corriendo descalza en búsqueda de aquellos ojos de grisácea paz que tanta luz le regalaron. No supo en qué instante fue vencida. El primer día comenzó rápido, tomó una ducha breve y un desayuno aún más breve, echó las llaves al bolso y salió. Estaba nublado, aunque las blanquecinas nubes se disipaban entre el tímido celeste allá arriba, con esa calma de nube. Tomó el autobús, se puso los audífonos y mirando el paisaje que corría detrás del vidrio, recién ahí asumió que ahí comenzaba todo, otra vez... Tocó el timbre del autobús, se bajó, sintió el viento de octubre el en rostro y sonrió.